La suma de pormenores

Te lo diré después. Cuando hayas cumplido tu palabra, te lo diré al oído. En la fragilidad del alba hablaremos. Ahora sólo veo caras de otras gentes, pedazos de otros  cuya historia desconocemos pero que, no obstante, nos cubren. He estado buscando todo este tiempo el momento oportuno. A veces,  esta gente desaparece en el horizonte y yo me lleno de  orgullo  por tenerte cerca en esta carrera de galgos. Todos esos que tratan de asegurarse el afecto y la admiración con el mínimo esfuerzo no son más que pequeños cristalitos en una mina de diamantes. Uno y otro y otro y otro y todos juntos no son más que nada, bacterias. Yo lo conseguí todo con mi esfuerzo. Cuando tenía tu edad no había trabajo que no hubiese hecho y nunca le tuve miedo al frio en mis manos, ni a la escarcha en mi rostro. El que quiere trabajar no debe avergonzarse por ello y debe hacerlo por sí mismo, por su familia.  Simplemente debe levantarse, sacudirse el polvo de las rodillas y hacerlo. Sea cual sea el fruto de su sudor  no debe mirar atrás. No somos percherones hijo, eso no, pero debes estar dispuesto a remolcar. Cuando tenía tu edad yo ya era un hombre, debía serlo si no quería que tu abuela se echara las manos a la cabeza y me arrancase después la mía. Eso sí hijo, pero nunca me importó lo que los demás pensaran o dijeran de mi, había que trabajar duro, en lo que fuese.

Yo escuchaba a  mi abuelo, arrogante, digno. Salí de mi mismo y nos vi a los dos en ese canódromo de Queens. Él negro,  arrugado como un papel de fumar en el bolsillo de un pantalón viejo; yo, avergonzado como la inmensa mayoría de pobres, acongojado. Allí, como dos siluetas de cartón negro recortadas en las escalinatas, empecé a entender que el trabajo era  la esclavitud, la misma esclavitud que señoreó con sus grilletes en nuestras vidas desde que los blancos pusieron sus pezuñas en nuestro jardín africano. Trabajar era convertirse en esclavo. Yo ya lo entendí aquel día pero le había dado mi palabra al viejo. Iría a buscar ese empleo y colocaría el jabón, las madalenas, los macarrones, los jalapeños, la crema de maní, las botellas de agua, el desodorante, las patatas, el pescado, las pechugas de pollo, las cervezas y todo lo que me dijeran, en las bolsas de plástico junto a la caja registradora. Cogería las bolsas y con una sonrisa como si viese fantasmas, suplicaría mi propina, con la lengua fuera, como la del galgo que acaba de hacernos perder los últimos 20 dólares.

Él, de joven, no había sido como yo, nunca lo fue. Tiempo después, poco antes de reunirse con su negra familia allí en los cielos y  aunque el abuelo era orgulloso,  al final reconoció que su vida  había sido una mierda, un gran desperdicio salpicado de pequeñas gotitas de caramelo caliente. Quise saber porqué, porqué él creía que su vida había sido en vano. Entonces me lo dijo ya que yo había cumplido y ya tenía mi primer empleo. Se limitó a susurrarme al oído, en la fragilidad de su última alba : las circunstancias hijo…la  inexorable suma de circunstancias menudas, particulares y secundarias.

Deja un comentario