Sobre nuestras cabezas

No sé si podré olvidar su silencio, dijo mi compañero rompiendo la calma de nuestro turno de vigilancia.

No sé de qué me hablas, contesté yo.

¿Nunca te he hablado de Max? Max es hermosa, dulce, de mirada profunda escondida en grandes ojos marrones. Alta para su edad, insuficiente en anticipar lo que necesita, lo que quiere de nosotros. Sus manos a menudo tocan las mías y yo siento el hielo en mi piel. Es cierto, la acariciaba cuando ella me lo permitía pero jamás sentí nada, mi…su rechazo era palmario. He de reconocerlo, me costó muchísimo quererla. A ella el mundo le era indiferente, tendía a reunir objetos, cualquier cosa que encontrara en el salón o la cocina,  a ponerlos en línea. Los ordenaba y luego sonreía sin razón aparente, como si esos zapatos, juguetes, pequeños frascos, calcetines o lo que fuese, fuesen en realidad personitas haciendo su turno en una macabra procesión. Yo no  la entendía, y por eso no pude quererla, su madre lo hacía por los dos. Ser el padre de Max fue un infierno para el que nunca estuve preparado. Por eso decidí alistarme y por eso estoy aquí, contándote mi puta vida.

Te puedes desahogar conmigo, no me importa, dije yo mintiendo. Se oía el viento rugir allá afuera y la arena golpearlo todo con su diminuta pero  enorme fuerza.

Lo que más me irritaba era su ecolalia. Mi hija tenía  una perturbación del lenguaje. Repetía involuntariamente cada  palabra o frase que acabase de pronunciar otra persona en su presencia, a modo de eco. Compulsiva, automáticamente, repetía las palabras  imitando la  entonación del que las había pronunciado en primer lugar. Es un síntoma en algunos niños autistas. Era…es…es como un loro…

Le interrumpí , no te hagas más daño,- le dije- y no me lo hagas a mí, pensé.

Ojalá hubiese podido quererla como lo hacía su madre. Un día, un poco antes de alistarme, intentaba hablar con ella, explicarle que no estaba bien que se diera ella misma golpes en la frente, o en el pecho, cuando se calmó le dije: No puedes pegarte cielo, no te golpees más cariño.

¿Sabes que me contestó ella?

No, ¿qué te contestó?

Cariño, eso me contestó. Pero no para demostrarme afecto, sólo porque era la última palabra que pronuncié yo. Y cuanto más le hablaba más repetía mis frases y yo no podía sufrirlo más. Ese día repetía mis últimas palabras, partes de mis frases, y su eco sonaba en mi cabeza como el martillo de su  ignorancia, un signo de que su mente no procesaba nada de lo que yo le decía. El  pediatra nos dijo en cierta ocasión que  ese repetir de ella era una forma de asentir, de afirmar lo que tú le preguntases. Como si su: «quieres galletas» que balbuceaba tras el mio significara que sí, que quería galletas. Repetir las preguntas que le hacíamos a lo mejor significaba, en su mente que era un muro, que sí, un ok desde lo más profundo de un pozo. Por eso no podré olvidar su silencio, el eco muerto cuando le pregunté: ¿sabes que tu papa te quiere, verdad?

Una pregunta, le dije, una pregunta y seguimos callados, por favor.

De acuerdo.

Eres un verdadero plasta,¿sabes?

La tormenta de arena pasó sobre el campamento tan rápido que,  de repente, los que prestamos atención,  oímos el silencio de las estrellas sobre nuestras cabezas. Nunca más volvió a mencionarla.

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